jueves, 26 de noviembre de 2020

Anna y la sombra.

Aquel no era lugar para niños y sin embargo, esa risa infantil saltarina que reverberaba lejana, como una ranita inquieta en un estanque, delataba una presencia. Anna, exhausta y extrañada, pensó que era su deber deshacerse del peso sobre los párpados y salir al encuentro del niño para evitar que viera el horror que se refugiaba del exterior entre esas paredes sagradas. Hacía tiempo que la guerra había apagado las risas espontáneas de los niños. A veces se les sorprendía jugando en los callejones, pero se habían convertido en tristes y escurridizos ratoncillos. La vida había hecho que la misma Anna olvidara su propia infancia, no tan lejana a pesar de los cabellos canosos que se escapaban por debajo de la cofia. Aquella risa llegaba a los oidos de la joven enfermera como el repiqueteo de la esperada lluvia en las cristaleras. Por fin descubrió una sombra reflejada en los muros de piedra. Correteaba como jugando al despiste con la pobre Anna, que empezaba a malhumorarse pues aquella criatura se resistía a darse por cazada. Si Anna no la interceptaba a tiempo se toparía con la nave secundaria de la iglesia y sus filas de soldados mutilados y agonizantes. Anna hizo acopio de toda su astucia para atrapar a aquel ratoncillo travieso. La sombra que perseguía parecía ahora pertenecer a una niña pues lo que parecían los pliegues de un vestido revoloteaban a su alrededor. Anna sentía el deber, la necesidad, de que esa pequeña no se diera de bruces con la cruda realidad. La pillaría en el recodo. Sin embargo, cuando Anna lanzó las manos para agarrar a la criatura en el violento encuentro, arañó el aire. ¡Era imposible tal requiebro! ¡La niña debería estar ahora entre las garras de Anna suplicando que la soltara, jurando que no volvería a husmear por allí! Pero no había ninguna niña. La sombra proyectada sobre la pared, que parecía mirar socarrona a la joven, no procedía de ningún cuerpo. Anna se acercó a la pared para tocar la sombra pero antes de posar su mano sobre la fría piedra, sintió que algo tiraba de su falda. Despertó. Seguía en la silla que la había acogido tras una jornada dura. A sus pies, un joven soldado con los ojos desorbitados le mostraba la foto de su pequeña suplicando que la buscara y cuidara de ella.