jueves, 28 de julio de 2016

La jaula.

Llevaba tanto tiempo encerrada en aquella jaula que no sabía qué aspecto tenía ya. Lo único que alcanzaba a ver era su cabello largo y ondulado, descuidado y salvaje, que comenzaba a arrastrar por el suelo aún estando de pie. Sus pechos cada vez más escuálidos, su vientre hundido y rugiente, sus piernas flacas pero musculadas, sus pies negros por la suciedad de la jaula. Sus brazos enjutos y con heridas. Sus manos, con aquellas cicatrices en las palmas provocadas por las quemaduras de los barrotes... Recuerda el día que se abrasó. Fue el mismo día que despertó dentro de aquel infierno de metal. No sabía cómo había llegado hasta allí pero estaba claro, y esto lo había meditado cada día desde su encierro, que alguien la había drogado y la había colocado allí. Alguien que aún no se había dado a conocer pero que cada noche colocaba un tazón de sopa y un mendrugo de pan cerca de los barrotes obligándola a quemarse para recoger su comida. El día que despertó allí dentro se lanzó desesperada a los barrotes, y éstos le devolvieron la furia en forma de calambres abrasadores. El hierro de los barrotes ardía. Sin embargo, el suelo de la jaula no. Alguien que no hubiera sufrido lo indecible habría pensado en cómo era posible que el suelo no la abrasara también pues el metal es un buen conductor del calor, pero ella había sufrido demasiado y no era capaz de pensar fríamente. Estaba demasiado asustada, demasiado ofuscada. Se había quemado una vez y no iba a volver a experimentarlo a no ser que fuera estrictamente necesario. Sólo podía pensar en que no saldría jamás de allí y eso la azoraba, la paralizaba. Notaba sus cuerdas vocales atrofiadas. Al principio había gritado cada día pidiendo auxilio, desgañitándose, exhortando a quién le daba de comer que la sacara de allí. Pero no obtenía respuesta. Así que dejó de gritar. Ya no hablaba. Se limitaba a dormitar acurrucada y a estirar el brazo para obtener la comida. De aquella forma era mucho más fácil sobrellevar el tedio y el abandono.
Un día, cuando estaba a punto de darse por vencida y se había hecho a la idea de no coger más la sopa y el pan, apareció entre las sombras.
-Al principio por tu historial pensé que te darías por vencida mucho antes. Pero has resultado realmente obstinada. Mírate. No pareces la misma. No eres la misma. Podemos afirmar pues que mi experimento ha sido todo un éxito. Sólo porque te quemaste la primera vez que tocaste los barrotes, sentiste que te quemabas cada vez que rozaban tu piel. Convertiste en una creencia firme algo que te hirió una vez. Y cada vez que recogías la comida sentías que te quemaban cuando jamás volvieron a arder. Toca los barrotes ahora, como estoy haciendo yo.
Le costó seguir las indicaciones de aquella voz pero comenzó a mover el brazo hacia el barrote más cercano. No quemaba. Estaba frío como cabe esperar de un metal alejado de cualquier fuente de calor, escondido en un lugar oscuro y húmedo. Aquello la desorientó.
-Todo este tiempo te has limitado a vivir aquí encerrada, sin apenas moverte, porque creías que quemaban esos barrotes. ¿Qué harías ahora que sabes que no queman? Ya veo. No tienes fuerzas para moverte. Pero sí para pensar. ¿Me estás oyendo? Claro que me oyes, aunque mis palabras quizá tengan que desentumecer tu cerebro aislado durante tanto tiempo. Debes volver en ti. Debes deshacerte de tu propia parálisis. No estás muerta. Ni morirás. No dejaré que lo hagas. Sólo quiero que encuentres la fuerza que nunca te ha abandonado y que luches. Quiero que salgas de aquí.
-Maldito cerdo-, es lo que salió de la boca de la chiquilla tras un esfuerzo monumental por hacer brotar aquellos sonidos de su laringe. Al salir parecieron rasgarle las entrañas adormecidas y fofas.
-No está mal. Ha sido un buen progreso. Come. Mañana buscarás la forma de salir de aquí.

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