lunes, 23 de mayo de 2016

Sorprendido en un vagón.

Cuando por fin logré sentarme en el asiento que indicaba el billete, no pude evitar hacerlo con un resoplido. Me sentía viejo, muy viejo y en la soledad de aquel compartimento encontré la intimidad necesaria para reconocer que estaba cansado, muy cansado. Fijé la mirada en el cristal y me perdí en aquellos pensamientos que no dejaban de rondarme. LLevaba un tiempo tratando de asimilar la idea de haberme convertido en un jubilado. Me había topado con ello de golpe y casi a la fuerza. Sin quererlo. Siempre había estado tan seguro de mis habilidades, tan enardecido por la fuerza y la vitalidad de la juventud.., que no lograba adaptarme aunque seguramente mi nueva forma de vida fuera para muchos motivo de envidia. Mi nueva condición se me antojaba extraña y vivirla en soledad lo hacía mucho más duro de lo que podría admitir. El mundo se había vuelto de repente incapaz de ofrecerme nada nuevo, tan anodino lo veía con mis ojos de lince desgastado. Lejos quedaban ya aquellos años en los que al observar a mi alrededor me sorprendía resolviendo acertijos, pasando noches en vela descifrando tramas enigmáticas, persiguiendo a delincuentes entre pistas más o menos falsas o desenmascarando personajes, dignos del género ficticio al abrigo de la noche cerrada y tan bien difuminados y mimetizados con el paisaje insípido de la cotidianidad diurna, escondidos en semblantes concentrados y ceñudos detrás de periódicos a los que realmente no prestaban ninguna atención. Ahora me dedicaba a viajar sin destino, con la maleta llena de papeles en los que escribía poco a poco mis memorias de detective.
Me disponía a transcribir un nuevo pasaje, al que había estado dando vueltas tratando de poner en orden los sucesos y fechas que bailaban inexactos en mis cada vez más frágiles recuerdos, cuando un semblante llamó mi atención de repente. Mi cerebro se reactivó de nuevo y se me dilataron los orificios nasales como a un perro sabueso olisqueando huellas en la tierra. No la había oído llegar al compartimento, tan absorto me tenían mis tribulaciones de jubilado inexperto. Estaba sentada frente a mí. Pocas veces había sido testigo de un instinto de protección tan intenso. Había visto niños aferrados a peluches, a trapos, a los brazos de sus madres... por temor a extraviarlos, a sentirse solos o a ser sorprendidos por algún monstruo comeniños... Pero aquella niña que había captado mi atención no tenía ninguno de esos miedos. Refugiaba bajo su aparatoso abrigo de ante marrón, en el hueco entre su pecho palpitante y su brazo derecho, un libro desgastado con la determinación de un ángel custodio. Descubrí el libro antes que sus ojos y en ese lapso de tiempo ella ya me había analizado y clavaba sus ojos en los míos. En ellos estaba latente un desafío. Comprendí de qué se trataba cuando bajé la mirada a la altura de su cadera. Semioculta entre su cuerpecito y la pared del compartimento asomaba de una manga del abrigo su mano izquierda con la que me apuntaba sin vacilar con sus dedos simulando una pistola. Si la delataba estaba muerto. Entonces sentí una presión en un costado y al bajar la vista vi el cañón de una pistola hundiéndose en mi traje. A él tampoco lo había oído llegar.

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