lunes, 5 de octubre de 2015

Tinta escarlata.

Hacía tiempo que se había quedado sin tinta. El estúpido de Wilson había malogrado su último tintero de un puntapié en un arrebato y la metralla había acabado con su único proveedor en aquella tierra hostil; así que no lo dudó un instante. Mojó la pluma en la sangre tibia que resbalaba viscosa por su pierna malherida y terminó de escribir su historia entre silbidos de misiles y ensordecedoras explosiones. Estaba decidido a no desperdiciar ni una sola gota de aquella tinta escarlata. Se mantenía vivo pensando firmemente que lo que acabaría con su vida sería el desangramiento, pero no el vertido sobre la tierra sino sobre un papel raído que llevaba a todas partes consigo y era su única posesión. Le gustaba imaginar que su relación con aquel papel era como la que surgiría, a base de necesidad, hambruna y terrible desesperación, entre Da Vinci y su Mona Lisa si éste la hubiera llevado clandestinamente de trinchera en trinchera y hubiera arrancado los ocres de su piel a pincelazos violentos sobre su propio cuerpo. Pero ni el gran Da Vinci habría tenido su tesón en una situación así. Lo imaginaba en un estudio, con los ojos puestos en una bella "siñorina". Pero aquí no había nada de eso y lo más parecido a una mujer era un tronco nudoso de sauce llorón de curvas sugerentes que se mantenía erguido a duras penas tras las bombas. Frente a sus ojos el campo de batalla se evaporaba poco a poco por efecto de su mente febril para dar paso a trigales inmensos, que brotaban de su corazón escarlata, que llenaban de dorado sus pupilas perdidas en la negrura, y que se ensombrecían bajo la silueta de aquel dragón de sangre que los sobrevolaba libre, rugiendo de felicidad.

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