lunes, 5 de octubre de 2015

La tinta de sus manos.

Mi hermana era un ser sagrado. Hasta ella peregrinaban muchos para conseguir inspiración pues de sus manos brotaba tinta. Al mirarla se extasiaban, creían haber visto a una diosa reencarnada. Mis padres no la veían así. Para ellos no era intocable. Habían hecho con ella el negocio del siglo. Yo no lo soportaba. Veía cómo la hacían cortes en las manos extrayendo de ella esa esencia que la recorría para llenar botecitos de tinta milagrosa para contadores de historias acabados y necios, capaces de comprarla a cualquier precio. A mí también me hicieron lo mismo, pero al no brotar de mí nada más que sangre vulgar, me desecharon. Yo debía guardar silencio y ayudarles pero me negué y lo pagaron con ella. Un día me miró suplicante y me enseñó sus manos lívidas. Algo se había muerto dentro de ella. Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban escribió, antes de desvanecerse, un adiós en mi mano que aún no se ha borrado.

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