miércoles, 26 de agosto de 2015

Ay Caperucita.

Hoy escribo desde un prisma gris, desde el fondo de una botella, desde las cenizas de una colilla y los posos de cinco cafés. Desde las sábanas oscuras que tapan los restos de esos recuerdos que se han salvado de la quema y ahora pueblan como fantasmas el sótano de mi memoria. Con el alma revuelta y los pies descalzos, los ojos de un zombie llorón y la sonrisa de una muñeca de porcelana olvidada en el desván. Son mis amores lobos de dientes enormes y afilados, de aliento que apesta a pasado, que acechan tras los árboles de mis mundos de pesadilla, recordándome lo que se quedó fosilizado en páginas de diario. Son mis sueños abuelitas indefensas de las que quedan sólo los huesos tras ser devoradas sin haberme dado siquiera tiempo a alcanzarlas, a advertirlas del peligro inminente. No hay leñadores por los alrededores. O quizá sí. Ay Caperucita... ¿Qué has hecho con tu vida? ¿Por qué te dejaste tentar? ¿Por qué aún escuchas a los lobos?

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