lunes, 8 de junio de 2015

Refugio.

Luchando contra las náuseas y las ganas de abandonar, Ivy trató de centrarse en buscar un escondrijo. Su casa ya no era segura y ella era la única superviviente de aquel exterminio. Corría sin mirar atrás por interminables calles grises, huesudas y desvencijadas, con olor a muerte, movida por la necesidad de escapar del aliento pestilente que emanaba de las bocas deformes de aquellas criaturas antinaturales, aberraciones cuasihumanas, hambrientas y desquiciadas que llegaba hasta su nuca rapada. Empezaba a marearse y a sentir flato pero siguió corriendo en piloto automático. Sus piernas la llevaban hasta el lugar al que siempre había acudido cuando se había sentido en peligro. Pero el miedo la impedía pensar con claridad y ver la ruta hasta su escondite. Por eso dejó que la guiara el instinto. Entonces, cuando su mente la empezaba a convencer de que no había escapatoria, lo vio y no dudó. El vagón. El viejo vagón. Allí podría ocultarse durante un buen rato como le enseñó su padre. Acurrucada en las sombras, cerró los ojos para acallar los chillidos de las bestias que habían perdido su rastro al pasar por las inmediaciones del viejo matadero. Aquellas monstruosidades se perdían por la carne y seguir su olor las mantendría distraídas durante un buen rato. Ivy trató de fugarse de allí recordando las historias de su niñez acerca de aquellos humanos que, allá por el siglo XXI, habían viajado en ese armatoste de hierros oxidados que ahora era su refugio en aquella Ciudad corrompida por las epidemias y dominada por aquellas criaturas que se alimentaban de los pocos humanos que quedaban.

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