domingo, 11 de enero de 2015

El rey de piedra. Primera parte.

Aquellos que ven más allá cuentan que siempre que surge un poder oscuro, otro igual opuesto nace para contrarrestarlo.
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Todos sabían que el rey Ethey había muerto. Era más que evidente porque un denso silencio lo inundaba todo y era de todos sabido que al pobre rey Ethey lo que menos le gustaba en este mundo era el silencio. Nadie en la modesta aldea de Arviria sabía nada del nuevo soberano que sucedía a Ethey gobernando desde el imponente palacio de mármol ennegrecido, antaño níveo y resplandeciente, que se erguía orgulloso tras el bosque encantado, pero lo que sí podían sospechar es que nada sería igual desde aquel momento.

Eran muchos los que esperaban oír el anuncio oficial de su muerte y de la consiguiente celebración de los fastuosas ceremonias fúnebres, como era tradición por aquellas tierras tras el fallecimiento de un rey, pero aquel anuncio no llegaba. Ni siquiera el lacayo de Ethey, el fiel Monreau, había ido a comunicarlo en persona a la plaza de la aldea como habría cabido esperar. No era propio de Ethey abandonar los asuntos del reino, ni dejar a su pueblo a merced de la más absoluta ignorancia con respecto a lo que ocurría en la corte pero habían pasado unos años en los que Ethey había parecido ser engullido por las paredes de su palacio. Así ocurrió que las tabernas de los alrededores se convirtieron en verdaderos hervideros de chismorreos y leyendas. Casi valía más en aquellos días un buen rumor sobre el monarca que una joya venida de la mismísima Alejandría.

El rey Ethey, que siempre se había ganado a pulso que los aldeanos hablaran de él y de lo magnífico de su corte, seguía estando en boca de todos y nunca se habría llegado a figurar de qué manera. Unos preguntaban incrédulos si había fallecido realmente, otros respondían con el morbo brillándoles en los ojos que el viejo rey se había dado al vampirismo pero seguía gobernando desde las sombras, vagando por las inmediaciones al acecho de presas a las que hincar el diente.., otros negaban que estuviera muerto porque pensaban que era inmortal. Nadie sabía qué había pasado con Ethey. Sin embargo, entre tanta fantasía se podía escuchar de vez en cuando alguna historia no demasiado descabellada pero nadie sabía con certeza qué había sido de él y eso les llenaba de incertidumbre.

Todos conocían a Ethey, o al menos creían haberlo conocido... Era un rey pacífico, piadoso, que en su juventud se había ganado fama de conquistador de damas, y que se regocijaba llenando la corte de música y jolgorio, acostumbrándose a la buena vida y a los continuos festejos populares y cortesanos... Y un tanto bobalicón para muchos. Sólo aquellos que ven más allá sabían que en una de sus escapadas nocturnas a Arviria espió a una joven aldeana mientras se bañaba en el río a la luz de la luna, abordándola después y engatusándola con su labia de don Juan. A esa noche de pasión le siguieron otras tantas y entre ellos surgió un romance prohibido que duró años. El único que supo de ese romance fue Monreau, el gran amigo de Ethey. A la muerte de su padre, el rey Arquian, Ethey fue obligado a desposarse. Entonces cuando iba a presentar a la aldeana como su prometida y futura reina de Arviria, surgió entre los allí presentes una bruja que, con malas artes y magia negra, consiguió confundirle haciendo que Ethey la anunciara a ella como su prometida, rompiendo el corazón de la aldeana que lo amaba con toda su alma y que avergonzada huyó de palacio sabiendo que lo único que tendría de Ethey sería el bebé que empezaba a abultarle el vientre. Monreau no supo cómo actuar, temiendo que un paso en falso le supusiera la vida a alguno de ellos pues el poder de la bruja parecía insuperable. Así que decidió mantenerse alejado de ella aunque eso supusiera abandonar también a su amigo Ethey, con el fin de no caer en las trampas de la hechicera y poder serle de alguna utilidad, por poca que fuera, a Ethey.

Mientras en los aposentos de Ethey la hechicera, que ambicionaba el poder que le ofrecía el trono de Arviria por encima de todo, preparaba sucios brevajes y pócimas de amor para forzar a Ethey a amarla, para así acabar engendrando al heredero que acallara a los más escépticos de la corte y de paso la perpetuara a ella en el poder hasta que le llegara su fin. Ethey, que tenía el entendimiento embotado con tantos brevajes y hechizos que le desorientaban, fue consciente con el tiempo de que no podía escapar de aquella bruja y de sus malas artes y en su fuero interno lloraba por su amor verdadero, de la que tenía vagos recuerdos que se colaban en sus sueños, rezando porque pudiera rehacer su vida si es que había sido real. Ethey nunca fue el mismo. Se dejaba manejar como una marioneta por la bruja y ella se hizo con la corte manejándola a su gusto, incrementando el ritmo de festejos para tener contentos a los cortesanos y para su propio divertimento y el del hijo que acabó engendrando del rey, Hazel.

El fiel Monreau, que desconocía lo que le estaba ocurriendo a Ethey en manos de aquella harpía, escapó de la corte y fue en busca de Christine, la aldeana amada por Ethey y se ofreció a cuidar de la pequeña hija de ambos, la preciosa Viana, hasta que ésta pudiera reclamar su sitio en el trono como la primogénita de Ethey y así poner fin al sinsentido de la hechicera.

Hazel creció entre fastuosas celebraciones, consentido como nadie, egoísta, mezquino, rechazado por su padre que jamás le dedicó una palabra y siempre a la sombra de su madre. A la bruja ya no le importaba Ethey, no lo necesitaba. Estaba suficientemente desmadejado como para suponerle un estorbo.

Entonces llegó el fatídico día en el que el caprichoso Hazel le pidió a su madre la corona del rey. Ethey, que siempre había sabido que era cuestión de tiempo que llegara el día en el que su hijo reclamara el trono, supo que había llegado el momento. Lo dio todo por perdido y supo que su única liberación era la muerte, así que, tras decirle a la bruja que nunca la había amado y que nunca la amaría, le suplicó que acabara con su vida. Aquello provocó la ira de la bruja y era tanta la maldad de su corazón de piedra que decidió castigar eternamente a Ethey transformándole a él y a todos los que lo apoyaban manifiestamente en la corte, en estatuas. La bruja se hizo llamar Onyx e instauró un reinado de terror en la corte pues a todo aquel que osaba contradecirla a ella o a su hijo lo transformaba en estatua. Pronto el silencio se hizo dueño del palacio pues nadie se atrevía a decir nada, y el mármol níveo de las paredes se ennegreció, lo que fue detectado por los aldeanos de Arviria aunque sin llegar a sospechar siquiera que Onyx había llevado la desolación a aquella tierra.



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