viernes, 18 de abril de 2014

Paget y el gusanito desconocido.

El joven James Paget afrontaba con gran entusiasmo su ingreso en el primer curso de Medicina en el hospital de San Bartolomé de Londres aquel año de 1835. Todos los días recorría solitario al amanecer las calles grises y húmedas de la capital para quedarse contemplando, como si de un sagrado ritual se tratara, la imponente fachada de su santuario de conocimiento.


Aquella tarde había pedido permiso, como venía haciendo desde el principio del curso, para quedarse un rato más en la sala de inspección. Había algo que le había llamado poderosamente la atención en aquel cadáver que tenía ante él y que nadie parecía apreciar. Salió de la sala a hurtadillas en busca de un microscopio que le sirviera para acercarse un poco más a aquellas insólitas partículas pero todas las salas estaban cerradas y todo apuntaba a que el bedel estaría en la taberna ingiriendo su ración diaria de malta fermentada. Por el camino encontró a su amigo Wilson y aprovechó para pedirle que le ayudara a buscar ese dichoso microscopio. Sin embargo, Wilson deseaba irse a su casa tras un agotador día de estudio y lo que menos le apetecía en aquel momento era ir de expedición por el hospital buscando un maldito microscopio. Paget no insistió más pues tuvo una idea. Recordó de pronto que en el Museo Británico en el que tantas veces se había colado para ver las colecciones de plantas que le chiflaban podría encontrar lo que buscaba. Pero para ello necesitaba encontrar al viejo Robert Brown que de seguro le permitiría acceder a un microscopio.., y sabía donde hacerlo. En el Departamento de Botánica del Museo Británico que Brown supervisaba. Él le proporcionaría un cacharro de ésos al fin. Así que volvió a la sala de Inspección y extrajo de aquel cuerpo inerte ese pequeño grano de arroz que le llamaba tantísimo la atención, lo envolvió y se apresuró al Museo. El viejo Brown se pasaba noches enteras sin dormir dibujando raros especímenes vegetales... Así que hoy podría ser una de esas noches. Paget corrió veloz y llegó a las puertas metálicas del departamento. Llamó insistentemente a la puerta pues aquello no podía esperar y cuando creía que nadie le abriría las puertas apareció Brown con su habitual cara de enfado.

-¿Qué haces aquí a estas horas muchacho? Anda, deja de incordiar y vete a dormir con tu mamá.
-Señor Brown, soy yo, James Paget ¿no me reconoce? Si vengo aquí casi todas las semanas.
-Ay sí hijo, es que sin mis gafas no veo tres en un burro... ¿Qué se te ofrece?
-¿Me dejaría usar uno de sus microscopios? No puede esperar, es un asunto urgente, señor.

Tras un instante de duda el viejo Brown se dio la vuelta y animó al chico a que lo siguiera. Cuando Paget se encontró delante del microscopio no pudo contener su ansiedad y enseguida se colocó cerca de la luz para mirar a través de sus lentes.

-¡Un gusano! ¡Es un gusano! ¿Lo ve señor Brown? ¡Es un gusano! Envuelto en una cápsula, señor. Mire, mire.
-¿Sabe usted algo de gusanos parásitos señor Paget?, le preguntó Brown al observar que el chico había acertado.
-¡No señor!¡A Dios gracias!

El viejo lo miró con interés y le recomendó que escribiera a la Albernatian Society, un club de estudiantes que sin duda sacaría jugo a su descubrimiento. Paget así lo hizo y dieciocho días después Owen anunció el hallazgo de un nematodo parásito llamado Trichina spiralis y reconoció al joven James Paget como su descubridor.


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