jueves, 6 de febrero de 2014

Nuestra realidad. Para no olvidarla jamás.

Un día más Teresa abría los ojos bien temprano y un día más volvía a preguntarse qué demonios hacía en aquella habitación durmiendo a escaso medio metro de su hija si habría jurado que a las doce de la noche se había acostado junto a su marido en la cama de matrimonio de su habitación, como todas las noches. Pensó que quizá su pequeña había tenido una pesadilla y había ido a tranquilizarla quedándose dormida en la cama de al lado. Sin embargo, no lo recordaba y al fijarse mejor en su hija advirtió que ya no quedaba rastro de aquella niña inquieta y lista como ella sola, que aparecía de vez en cuando en su pensamiento cuando se quedaba dormitando la siesta en el sofá y acudían a ella fragmentos del pasado. En su lugar estaba la mujer que era ahora, más cansada y ojerosa pero toda una mujer. Teresa se miró las manos y en vez de descubrir las manos jóvenes de las que siempre había presumido, se encontró con unas manos ajadas y viejas, con manchas y un tanto doloridas por la artrosis. ¿Por qué llevaba dos alianzas? No recordaba que Marcelino le diera la suya. Pensó que más tarde se lo preguntaría. Cerró los ojos pensando que tal vez era todo una fea pesadilla. Pero no ocurrió nada. No volvió a despertar porque ya estaba despierta y nada había cambiado ni cambiaría. Entonces, después de superar en silencio el batacazo, Teresa empezó a situarse en el tiempo. No era joven y su hija no era pequeña. No lograba recordar cómo había sucedido aquello, cómo había llegado tan rápido la vejez que tan lejana se le antojaba siempre, pero era así, porque así lo veían y se lo hacían saber sus ojos. Se incorporó en la cama y como si no pudiera soportar aquel silencio llamó a su hija: ¿Mari?
Como un resorte su hija saltó de la cama para atenderla. ¿Por qué estaba tan preocupada? Ella sólo la había llamado para subir las persianas pero al verla tan ojerosa y nerviosa prefirió no comentarle su sensación al despertar. Así que, como siempre hacía, se puso sus zapatillas y se fue al salón. Marce estaría allí y podría hablar con él de su desazón mientras cortaban las judías para la cena. Pero la radio que él solía encender al levantarse no sonaba. ¿Dónde estaba? ¿Por qué ella no lograba recordar qué había pasado con su marido? Se sentó en el sillón porque le pesaban demasiado las piernas y porque no tenía otra cosa que hacer. Sus ojos revisaron el pequeño cuartito de estar. Todo parecía estar en orden. Pero ¿dónde estaba Marce? ¿Estaría comprando ya el pan? ¡Qué hombre! Cómo le gustaba madrugar para ser el primero en llegar al horno y traer las mejores barras de pan, bien cociditas y crujientes, y luego ponerse a leer el periódico. Quizá luego bajarían a dar una vuelta hasta el Auditorio y quizá allí se encontrarían con la madre de Asun, tan simpática...
Entonces apareció Mari con el desayuno, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos, el descafeinado con sus seis tostaditas, como a ella le gustaba le esperaban en la mesita. Mari la sentó de mil amores entre carantoñas y mimos y la apretó un poco contra la mesa para que no tuviera que hacer esfuerzos en acercarse las tostadas. Mari antes no era tan besucona pero le gustaba que su hija la colmara de besos, le recordaba cuando de pequeña la abrazaba por cualquier cosita. ¿Y Toñi? De repente se acordó de su hija mayor. ¿Por qué no estaba allí? Estaría trabajando o con las niñas. No tardaría en llamar diciendo que iba a verles por la tarde como casi todas las tardes,pensó tranquilizándose. Quizá le había dejado el recado a Marce. ¿Dónde se había metido? Entonces sintió presión en los dedos. Como casi siempre se levantaba con los dedos algo hinchados por la circulación, no le preocupó. Se aflojaría un poco la alianza. ¿Por qué llevaba dos? No recordaba que Marce le hubiera dado la suya. ¿Dónde estaba? Quiso preguntar pero algo en su interior le recordó que era mejor dejarlo estar. Si no estaba alguien estaría con él. Entonces, algo de un hospital empezó a retumbarle en la cabeza como un eco molesto. Luego mientras se tomaba la última tostada el recuerdo de su hija diciéndole que Marce no había aguantado la estancia en el hospital la hizo comprender que había llegado el momento. El momento de que la única cosa que podía separarles los alejara de verdad:la muerte.
Consciente de ello hizo un momento de silencio, pero quizá su enfermedad de olvido o su fortaleza la obligaron a terminarse los restos de café y pedir a su hija la bolsa con la bufanda de ganchillo que la entretendría hasta la hora de la comida.

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