martes, 8 de octubre de 2013

Historias de antes de la guerra: Don Isidro.


Aún están vivas en mi recuerdo las veces que mi abuelo cortaba nuestra conversación furtiva en la salita de estar al oir a su mujer gritar desde la cocina: “Pero Marce, ¡déjalo ya! ¿Para qué quieres repetir otra vez lo mismo? ¡Ay qué hombre éste!”

La verdad es que mi abuela siempre ha sido muy práctica, muy del presente. El Sancho Panza perfecto para mi abuelo, un galán trabajador con alma de Quijote y acento aragonés. Y es que aunque Sancho Panza se esfuerce por que el hidalgo caballero pose sus nobles pies sobre la tierra, no podrá evitar que el indómito señor vuele con su imaginación a lomos de un corcel caquéctico en busca de gigantes aspados. ¡Qué pareja! Y a pesar de todo se amaban con locura. Un amor que aún hoy perdura y se respira entre sondas, dolores y decenas de repeticiones por culpa de los estragos del Alzheimer.

Mi abuelo siempre ha querido que redactara de alguna forma su vida. Siempre ha buscado huecos clandestinos entre jota y jota para repetirme que deberíamos ponernos manos a la obra y escribir sin parar tantas cosas que le habían sucedido. Supongo que, como yo, él también la considera algo irrepetible y de un valor incalculable y de ahí nuestra casi obsesión de escribirlo todo, dejar constancia de todo, desde lo más relevante a lo más intrascendente. Por fin puedo decir que hay algo que he heredado de este genial caballero. Quizá por ello a ambos nos angustia el paso del tiempo: a él porque se le agota y a mí porque él se me escapa, se escurre como arena entre mis dedos sin yo poder hacer nada por evitarlo.

Así hoy he querido contaros una de las travesuras que de niño hacía mi abuelo.

En la modesta escuela republicana de Torrelacárcel, todos los niños del pueblo acudían obedientemente a clase cuando lo permitían las labores del campo. Mis bisabuelos siempre se mantuvieron firmes en el claro propósito de que sus hijos estudiaran y se formaran. En resumen, que no fueran unos analfabetos como la mayoría de habitantes del pueblo, porque sabían que ésa era la clave para que algún día su cultura les permitiera abrirse camino en la capital. Marcelino y Pedro Miguel iban juntos a clase y eran dos grandes estudiantes. Algo les hacía especiales. Eran dos niños muy responsables pero aún así no podían escapar de las reconocidas ganas de los niños de hacer alguna que otra travesurilla.
Así en la clase de don Isidro, un maestro de ésos que no podían contener el bostezo que precedía al sueño profundo en plena clase, los niños aprovechaban la cabezadita de rigor para coger el puntero de don Isidro para mover y adelantar con él las agujas del reloj para hacerle creer al maestro que había llegado por fin la hora de salir al recreo al despertar a éste haciéndole cosquillas en la nariz con la pluma de su escritorio. ¡Granujillaaaaas! Era el eco que oían los niños que ya se encontraban felices jugando en el patio y riendo a carcajadas. Desde luego don Isidro tenía muy mal despertar.

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