lunes, 12 de agosto de 2013

El balinés.


Mi mente arrugada aún conserva nítidos recuerdos de mis espléndidos años de juventud.

Aquí sentada en un cómodo butacón con mis agujas de punto en mano tejiendo una hermosa colcha para mi nietecita me asaltan las aventuras vividas en Bali. Es curioso cómo hace mella lo vivido, cómo están impresos esos recuerdos en la memoria, intactos, igual de intensos que entonces.

Recuerdo bien aquella expedición. Por aquel entonces yo era una muchachita bien educada, de buenos modales, culta y aventurera, cosa que me habían permitido mi origen de alta cuna británica y una buena hacienda. No quise desaprovechar la oportunidad de viajar a Bali con mi padre, los hombres que lo acompañaban para estudiar el comercio y las oportunidades de negocio en esas tierras y mi anciana ama de cría.

Recuerdo aquellos parajes tan salvajes como sus gentes despojadas de todo lujo e incluso de una vestimenta apropiada. Recuerdo también cómo me impactaron sus ritos mortuorios, sus ideas primitivas, la sumisión de sus mujeres por cuya erradicación luchábamos en Occidente con uñas y dientes…

El primer contacto que tuve con un balinés fue al bajar del barco y ser recibidos por la comitiva portuaria del gobierno británico allí asentado. Entre los miembros de esa comitiva se encontraban dos traductores balineses que no entendieron por qué los demás hombres me saludaban con el mismo respeto que a mi padre. Supongo que también les sorprenderían mis ropajes, el corsé que me dificultaba la respiración, mi blusa pomposa de encaje, mi larga falda, mi elaborado tocado y mi quitasol.

Todo allí se me hizo muy duro. Echaba mucho de menos mi vida en la civilizada Inglaterra, mi hogar y las costumbres remilgadas.

Pero lo olvidé en cuanto llegamos a los “jardines selváticos”, así los llamaba mi padre pues apenas sabía pronunciar su nombre en el lenguaje nativo. La intensa humedad me sofocaba y las ropas bañadas en sudor se me pegaban al cuerpo. El moño deshecho y los mechones de pelo me agobiaban y a esa irritante sensación se sumó el murmullo incesante de los hombres de mi padre hablando de relaciones políticas y comerciales entre el Viejo Mundo y aquellas islas. Mi ama de cría se había quedado en la embajada porque a su edad y a sus achaques no les hacía ningún bien tanta humedad así que no había nadie que me prestara un mínimo de atención.

Aprovechando la distracción de los demás me escurrí entre los árboles frondosos para liberarme del corsé y encontrar alguna fuente en la que refrescarme. No tuve que andar demasiado para llegar a oír el susurro de un arroyo y de un salto de agua. Me puse en marcha hacia el origen de aquellos sonidos extremando el cuidado para no resbalarme por el musgo crecido en las rocas que salpicaban el camino y cuando me iba a deshacer del último arbusto que se interponía en mi búsqueda del agua una visión extraordinaria me paralizó.

Nunca antes había visto un cuerpo tan bello, de piel oscura. Aquel muchacho había llegado al arroyo con la intención de deshacerse de aquel calor bochornoso, como yo. Pero algo me impidió moverme de entre los arbustos. Noté cómo se encendía algo en mi interior que impedía a mis ojos despegarse de las gotas que resbalaban por su espalda desde su cabello negro como el ébano. De ese mismo color eran sus ojos en contraste con sus dientes perlados y perfectos. Nunca había visto tanta perfección al natural. Sentía las mejillas ardiendo y el pulso acelerado y de repente recordé que aquel maldito corsé no me permitía el lujo de hiperventilar ante aquel monumento balinés.

Entonces la inoportuna voz de mi padre gritando mi nombre me despertó de aquella ensoñación y también sobresaltó al balinés que me fulminó con la mirada antes de que yo desapareciera de nuevo entre la espesura.

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