sábado, 22 de junio de 2013

Verónica Dudarova.


Aquel momento siempre le había parecido mágico y la atraía como la luz de un fluorescente a los insectos. Era como si estuviese conectada a aquel momento desde que lo experimentó por primera vez. Algo tenía aquel silencio inquieto y frágil tras el rugido de cuerdas afinándose al unísono en el último instante para ponerlas a punto. Y esos escasos minutos se habían convertido en su ritual. Cerraba los ojos como dejándose llevar por aquella sensación y respiraba hondo. En su mente se veía reflejada de niña entre armonías, acordes, escalas.., en aquella escuela de Bakú, dando sus primeros pasos para convertirse en la mujer que era ahora. Hija de un ingeniero del petróleo, directora de orquesta. Se había propuesto elevar la música por encima del rugido de las ideologías enfrentadas y ahí estaba batuta en mano dispuesta a dirigir por última vez. La música era su vida y se había entregado a ella en cuerpo y alma. Ambas se habían comprendido, respetado y amado. Pero Veronica tenía que decir adiós. Sus frágiles manos habían dejado de responder a las enérgicas órdenes que la recorrían entera desde que vislumbraba la primera nota de la partitura. Sabía que había llegado el momento de simplemente dejarse llevar por la música, morir en sus brazos. Salió al escenario, donde su orquesta la esperaba fiel y el auditorio prorrumpió en aplausos. Aquello era lo que se llevaría por siempre con ella. Hizo su habitual reverencia, se colocó frente a su amada orquesta, les sonrió, alzó la batuta y al dejarla caer suavemente sonaron los primeros acordes de la obertura de Tannhäuser.

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